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29 de marzo de 2015

El miedo

Sucede que hace tiempo, mientras salía a almorzar en mis clases sabatinas, hice amistad con una chava bajo la frase más sincera y conmovedora que hasta ahora me ha embargado:

-Disculpa, ¿estás solo?
-Sí.
-Yo también. ¿Podemos hacernos compañía? Es que no me gusta para nada estar sola, siento como que miedo.

No lloré porque soy fuerte, pero el sentimiento sí se me quedo en la garganta y me lloviznaron los ojos. Sí, amiga, apenas y te conozco, pero sí quiero acompañarte y evadir esta perra soledad de mierda que tanto nos daña a todos, pensé en decirle, pero las palabras no me salieron. Solo le dije que sí con la cabeza y caminé con ella.

Hablamos de la escuela, de sus ocupaciones, sus pasatiempos y de otras cosas que a mí no me parecieron tan irrelevantes en ese momento. Participé poco en la conversación y no me importó, yo sólo estaba en calidad de oyente.

-Adiós.
-Hasta luego... Oye, ¿cómo te llamas?
-¡Ah! Es cierto, ni nos presentamos. Soy Lizbeth.
-Yo soy Omar. 
-Adiós, Omar- y se fue, así nomás, como cuando alguien entra a una tienda de ropa y, después de haberle echado ojo a casi todo, sale sin haber encontrado algo bueno.

Tres sábados después (ya los conté), salí a almorzar a la hora de costumbre. La vi de lejos sentada con otra chava. Me acerqué lo suficiente para que mi fealdad le saltara a su vista y la saludé con esta voz que desprecian los pájaros.

-¡Hola, Lizbeth!

Juro que me vio y juro que sí era ella. Sentí el agua fría de su mirada traspasarme la piel; luego de analizar esta cosa maligna, que es mi cuerpo, y no encontrar registro alguno de mí en su memoria, volvió su vista a su compañera y me desertó del mundo. Ni siquiera me regresó el saludo por cortesía. Un amigo, que estaba en otra mesa, me alcanzó a ver y se le salió una risa como si fuera baba: la quiso retener pero no pudo. Mala suerte, campeón, me dijo.

Desde otra orilla, a la distancia, seguí contemplando la espalda de Lizbeth (ojalá se me olvide pronto su nombre) y el costado de su compañera. Me parece que no eran amigas de tiempo, casi podría asegurar que se estaban conociendo en ese momento. Ahh, ya entendí, pensé mientras seguía mascando el rechazo, lo dijiste muy claro: no te gusta para nada la soledad, te sobreinterpreté, creí entender que querías compañía, pero sólo querías quitarte la soledad; eres como las personas que a veces tienen sed y, aunque no les guste, beben agua para saciarse.

-¿Ya conocías a la chava? 
-No, pensé que era otra.
-No mames, qué pena.
-Sí, qué pena.


Omar Tiscareño

20 de marzo de 2015