Uno llega a casa con la comida en una sola bolsa, en una sola mano. Come y después de hacer nada, se tira a una moqueta a pensar en lo pequeños que son sus problemas y de cómo él cabe perfectamente en ellos.
Como sea, uno está bien. Se encuentra solo y piensa "pues a hacer algo", y lee, subraya y cree que puede escribir sobre algo porque piensa que escribir es hacer, pero no escribe nada.
Lo leyó en un mensaje que le compartió un viejo amigo: sobre la ansiedad de sus muertos, la enfermedad de los vivos. dice que ahora escribe poderosamente, desde que sabe que va a morir. Uno piensa que esos sí son problemas que estremecen la piel; se reconoce triste cuando lo lee, no quisiera amistar nunca con ese sentimiento: una persecución invisible.
Aunque lo lee y lo relee, uno en verdad no sabe de lo que le hablan. No entiende lo que dicen sus amigos que van a morir por culpa de un visitante que llegó a su cuerpo. Uno orina sin espuma; siente el amor como un corazón batiente; su sangre es limpia y se renueva después de los golpes; cuando respira, no escucha un chillido que le provoque la tos. No piensa en el hambre como algo que solía tener.
Y lo que se siente es tristeza de leer las mentes más tenaces, más incendiarias que escriben a partir del dolor.
Uno recuerda que solía escribir cuando adolecía de algo: de la casa, del hermano, de la mente.
Ahora piensa y espera que no suceda algo que lo haga escribir de nuevo, que permanezca en la página en blanco.