24 de julio de 2012
El paraíso onírico III
Es aquí cuando la sangre se hace más pesada que el agua,
Mónica, y no te das cuenta que me dejas esa sensasión de desmayo,
que zarandeas mi equilibrio y me descompasas: rehuyo de tus alegrías,
dios me salve de la altura de tu sonrisa.
Es así que la carne se desgasta a besos desapasionados,
dejas en mi cuello la mácula invisible de tu diantre corazón errado,
me dejas diástoles fatigados de responderte por compromisos,
-por favor: yo no puedo reinventar tu latir-.
Mónica, la perennidad de tu estruendoso parpadear,
tu inalcanzable mirada de soslayo casi extendida a lo profano,
la subjetividad con que me añoras, la invención de los recuerdos,
¡Mónica! que eso no se evapore.
II
Desperté agazapado, aún con miedo.
Ella persistía en mi cama aún furiosa y dormida,
tanto como transparente o ilusoria:
Fue su figura abolida como onix triturado,
masticado por dioses reales que se quejaron de su existencia.
La luz golpeo a los sénecas de mi ojos
y Mónica tuvo una regresión a mi sueño.
Cerré mis párpados fuertemente
y después de mucho cansancio la alcancé.
Volvíamos a perpetuarnos.