Me preguntara qué quisiera de beber entre té, o café o chocolate o canela o atole, y yo le pidiera solo agua, le dijera "solo agua está bien", que al apurar un largo trago descubriera que fuera mezcal.
Se sentara delante de mí y me mirara, me mirara meticulosamente: de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, de afuera hacia adentro, y de adentro ya no volviera.
Acertara que tengo un poco de miedo, pero que jamás habría llegado ahí si no fuera algo mayor que ya no me contuviera; que me dijera: tú no te preocupes, nada de lo que te aqueje es más fuerte que tu voluntad, y entonces yo pensara que en otras circunstancias haber escuchado eso me habría provocado una risa maníaca.
Que ella atizara sus manos en cenizas y aceites, que se persignara al revés: besara primero sus dedos y destrazara las cruces; que recitara oraciones oscuras que hablaran de sacrificios, de la miseria y de la sangre de mis enemigos.
No tiembles ni cierres los ojos, advirtiera ella, luego diera un trago hondo al licor de su mesa para luego escupirlo sobre la flama y yo escuchara el chillido de las brasas como quejidos humanos.
No tiembles ni cierres los ojos, advirtiera ella poco antes de sujetar con su diestra mi mano y con la siniestra la daga.
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