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11 de mayo de 2013

Cadenas para el alma


Eabani despertó confundido y azorado. Poco antes estaba en guerra contra su enemigo Gilgamesh, abrió los ojos al momento de un tajo fulminante. Miró a su alrededor y encontró a Sara, estaba a su lado decaída en un sueño profundo. La tomó por la espalda, sintió su piel negra cerca de él y la besó como si besara a la misma sombra de la noche. La anudó con sus brazos y juró que aún la amaba desaforadamente y que siempre la protegería a ella y sus tierras. Miró su propio cuello: sudaba sangre pero no manchaba, no se lo pudo explicar. Luego de mucho anhelar el cuerpo de Sara, sintió la necesidad de dormir. Cayeron sus párpados y el episodio que dejó inconcluso en su sueño terminó.

Antes de abrir los ojos, Sara sintió que su cuerpo era abrazado. Supo inmediatamente que ese abrazo no era sino de Eabani, tenía la extrañeza de apaciguar las cosas, de tersar la piel con su ultravoz; se entristeció, le pidió que la dejara, que renunciara al sortilegio conjurado tiempo atrás: entregar el alma a lo  más amado. La guerra ya había terminado hace muchos años, la cabeza de Eabani simbolizó el fin de la independencia mesopotámica nunca conseguida.

Sara giró su cuerpo hacia atrás y deshizo la nostalgia besando a su esposo, Gilgamesh.

Omar Tiscareño