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25 de junio de 2019

(Apuntes X) Sobre la tranquilidad

Se escuchó como si algo reventara y entró así de golpe, sin anunciarse, sin pedirle permiso a nadie.

Tenía astas, pero no mugía. Era bípedo, pero no tenía pies. Si tenía extremidades en el torso, no logré  vérselas. Hubiera bastado decir que era demoníaco, lucía violento y que entró a la casa.

Ilá sacó garras y mostró los dientes, esa expresión defensiva lo mantuvo bajo el marco de la puerta. Yo, por otra parte, me acerqué despacio al buró para sacar la nueve. Sea lo que sea, si se acerca, le haré hoyos en la cara, pensé. Tenía cara.

Aquello dio un paso. Cargué. En su segundo movimiento, Ilá se le arrojó como un tren a lo que podría ser su abdomen. Le arrancó un trozo. Sí, era de carne, olía a carne. Su segunda dentellada fue hacia la cara, luego ya no tenía cara. Eso abanicó un par de cornadas, nada que lo salvara.

Es suficiente, Ila, dije, pero no hizo caso. Lo masticó hasta desentender su figura de por sí aberrante. Esto tardó en morir y lo hizo con dolor: dio tres resoplidos largos y uno débil.

Guardé los restos en bolsas negras y los tiré al depósito; más adelante me enteraría de que esto no es lo correcto, pero que da igual.

Las siguientes noches, Ilá durmió a mi lado, bajo mis brazos. Acariciaba su pelaje y le repetía “No temas, no temas; nada nos hará daño”, hasta que dejaba de temblar.


Omar Tiscareño

18 de junio de 2019

17 de junio de 2019

Parece terrible quedarse soltero

Es difícil de creer, pero a veces llega un momento del día en que A. y yo no sabemos qué más hacer. Las primeras horas las desgastamos en decirnos qué hemos estado haciendo este tiempo: que ya va a terminar la primaria, que si a mi chica aún le gustan o no los gatos, que si es verdad que se nota que A. ya ha crecido tres punto cinco centímetros más que la última vez, "Un día serás como ese árbol de allá", le digo.

Después de hablarnos y de testearnos los juegos que nos inventamos, llega un punto del día en el que ya no sabemos qué más podríamos hacer. Nos tiramos al sofá, ella se acurruca en mi estómago y nos hacemos autómatas que ven el televisor: una terrible serie que trata de sirenas. Pienso: el cabello de A. mide más de medio metro, seguro que sí.

A. estira la mano y toma un libro de los que están frente al sillón y pregunta si éste ya lo leí. Le digo que no. Médico rural y otros relatos pequeños. Intenta leerlo:

-Propósitos. Superar el abatimiento debería ser fácil... ¿qué es abatimiento?- pregunta luego de una lectura lenta y pausada.
-Déjame ver...

Tomo el libro que me muestra y ella regresa de nuevo al lugar en mi panza que siempre hay para ella. Es verdad, hay relatos cortos. Este, "Propósitos", trata de lo sufrible que es simular que no te afecta la gente; que saludas, sonríes, te comportas amable y lo soportas todo.

Leo otros tres relatos, el tercero se llama "La desgracia de los solteros" y comienza así: "parece terrible quedarse soltero". Más adelante dice: "Y cuando se llega a viejo, suplicar una invitación, intentando mantener la dignidad, cada vez que se quiere pasar una velada en compañía de otros... Traerse la cena a casa en una sola mano, tener que maravillarse de los niños de los demás y no tener que repetir siempre 'Yo no tengo hijos'".

Pausa dramática: yo no tengo hijos. De hecho, A. no es mi hija y tampoco mi hermana menor. Su madre sí que podría decirse ser mi hermana: vivimos más de una década juntos, baja la misma casa, dividimos el poco alimento durante muchos años, pero entonces ella ramificó su vida hacia otros lados y se dedicó a otras cosas, por ejemplo a crear a una bebé, nombrarla A. y traerla, ahora de niña, de visita para dejarla toda la tarde, a veces días enteros.

Yo no veo en A. la figura de la hermana menor que no tuve, tampoco de la hija que aún no tengo, y cuando a veces hasta sin notar enrollo los dedos en su cabello, pienso también en que se parece al de su madre cuando ella y yo éramos niños. Cómo no decirlo si sus cabellos son tan largos como esos días con hambre.

A. tampoco me mira como un hermano mayor, o tal vez sí, no lo sé, pero definitivamente no como un padre, tiene el suyo. Yo creo que me ve más bien como un amigo porque a veces me habla de las cosas que le dicen sus padres de por qué la regañan "¡es injusto!", y ni siquiera espera mi aprobación como adulto, sino sólo ser escuchada sin que la regañen, sin que la corrijan.

En fin, yo no tengo hijos, tengo libros; tampoco mi novia los tiene, ella tiene gatos, y tal vez un día haya alguien que lea y acaricie un gato a la vez, sería lindo. Pero hasta ahora no me había sentido insuficiente o sobajado por eso, por que los hijos de mis hermanos o de los amigos me vean como su amigo y me platiquen cosas que no quieren contarle a sus padres y sí a un adulto que no los vea como idiotas porque de alguna manera, si quieres incluso patética, algunos solteros somos los niños más grandes para ellos.

Bueno: fin de la pausa dramática. Cierro el libro, sólo tres relatos cortos leídos y me parece excelente, así es Kafka.

-¡Ah, abatimiento me dijiste! Es como cuando...

Intento explicarle, pero A. está ahora dormida, no me iba a esperar a que terminara mis sinsentidos. Ella está cómoda y la verdad es que yo también, sólo apago el televisor porque esa teleserie de sirenas felices que a A. le gusta ver está como para prenderle fuego y barrer las cenizas.

Pienso: "está bien, dormimos una hora y después la regreso a su casa, antes de que anochezca".

Dormimos tres horas al hilo.

2 de junio de 2019

Ella es tan joven

Hace tiempo que no veíamos a Laura en el salón de baile, pero, dijo ella, nunca está mal intentar otra vez. "Y mira a quién se lo dices, Laurita", le contestó una de nosotras.

Nos acomodamos el pelo, retocamos nuestras caras y nos deseamos buena suerte; con sinceridad, sí, pero con más ganas de ser una misma la que se lleve la fortuna puesta sobre la mesa.

Laura apuró rápido los primeros tres tragos, bailó sola un par de veces y casi nunca dejó de sonreír. Aún así, no logró conversar con nadie. "Si se tratara de devoción, Laurita ya habría salido", dijo una.

El último trago lo extendió hasta que la noche abrió bien sus fauces. A ella como a nadie la revestían las ilusiones.

Antes de irse, echó un vistazo alrededor: quedaban algunas personas en el salón, la mayoría mujeres de nuestra edad. Dio los adioses y se encaminó a la salida.

Un hombre la abordó poco antes de que se fuera, nos inclinamos de frente para avistarle bien el rostro.

"A ese no lo conozco", "es nuevo", "viene con los de allá", dijimos entre nosotras.

Un hombre sucio y descolorido. Conversaron un poco. En la mirada de ella, esa amenaza que no cuajaba jamás en el acto. Al poco tiempo, igual se fue sola.

Sirvieron las últimas copas, bebimos rápidamente. Nos persiguió entonces el tema de Laura. "Estuvo tan cerca", así lo dijo una, "siendo ella tan joven", dijo otra. Nadie lo iba a decir, pero teníamos entre nuestras manos un caso que sabíamos de antemano perdido.

Salimos del salón hasta después del cierre. Afuera, como un expediente rutinario, nos despedimos sólo por costumbre.


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