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27 de diciembre de 2016

Los hijos

La otra vez pensé en que ella, eventualmente, saldrá con otro chico con el que tampoco se sentirá cómoda al tomarlo de la mano. O que tal vez sí. O que tal vez ella quiera tomarlo de la mano porque le gusta su piel y aunque se quiera aguantar las ganas y se guarde los puños en los bolsillos, quiere tocarle la mano y sobar su piel, quizá porque serán como la seda; rosas, además.

Pensé en que ella, lo quiera o no, se enamorará de alguien -un buen tipo, buen mozo, un wey cualquiera con el que se sabe adaptar- y luego de tiempo decidirán vivir juntos. Aquí o en otra ciudad, da igual. Y se multiplicarán -¡qué imprudentes!-. Habrá Migueles y Mateos, a saber qué más, cuántos más. Me invitará a su casa porque el tiempo pasa y aún nos somos importantes. Le presentaré a Mónica -la niña que adoptaré  y amaré en ese entonces- y le explicaré que se llama así por no llamarse como ella "para no cometer el torpe error de nombrarte en lo que amo".

Nada serio, pero la otra vez pensé en mi vida futura sin ella. Todo bien, era un simulacro: practiqué la nostalgia y la tristeza, luego la indiferencia. Pero a ti, Mónica, cómo te explicaré por qué no te llamas como ella.