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3 de agosto de 2018

Enemigo callado

Y como no tenía un enemigo real, quise inventarme uno para mantenerme siempre alerta: un descuido o un error mío (que surgiría de un falso pastoreo o de un espacio hueco para un pivote), me haría maldecir el resto de la vida.

Escogí el nombre y el apellido más insignificante que conocía y luego lo reduje sólo a Pérez: el de la poética subversiva, el del periodicazo en el hocico, el que se busca la propia cola para oliscarla como un uroboros de las suciedades. Le di talla, y aunque hice justicia con las proporciones, fue una figura maltrecha y reducida. 

A veces, cuando tengo mal aliento, le grito largas maljurias a la cara, y en otras ocasiones, le pregunto que si conoce el sabor de los dátiles o el olor de las montañas níveas, pero no me dice nada.