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2 de julio de 2017

De árboles y semillas que se secan

Ser Yamazaki-san no es cosa fácil. Tengo muchos pendientes con mi identidad de Yama: ir al IEA a preguntar sobre las revalidaciones, informarme sobre cómo apostillar documentos japoneses y algunas otras cosillas. Es divertido, tengo poderío nipón del ficticio (soy un godzilla), entro a instituciones como a la embajada, al Tec, a la UVM, a Relaciones Exteriores y siempre los agarro mal parados porque no saben de bien a bien cuál es el protocolo para que un extranjero estudie una maestría en la ciudad. ¿por qué alguien como Yama quisiera estudiar aquí? Tengo (es decir, tiene) un par de razones. A veces, Yamazaki-san llega cansado a casa, prende el televisor para que haga ruido y se echa a su cama con ropa ligera para leer un poco; trepa la noche y se descubre sin planes para divertirse. Lo reflexiona: ¿qué hará esta noche Yama?

Hacer amigos. ¿Por qué, si nos respetamos aunque no nos entendemos y, de hecho, nos somos interesantes mutuamente, por qué no nos hemos integrado más aguascalentenses y japoneses? Ikumi dice algo que es de lo más esencial para entender por qué: ¿y dónde? ¿cómo? ¿cuáles son los espacios para relacionarnos?. No puede ser en la calle, no puede ser en el trabajo. Y peor aún, hay un dato sombrío y triste: ni siquiera los japoneses son amigos de otros japoneses, las empresas temen al espionaje empresarial (cosa seria que casi cualquier empleado de aquí solo lo imagina en las series), los directivos de las empresas les impiden amistar mucho menos con otros japoneses. Entonces, el empleado nipón tiene pocas opciones: puede relacionarse sólo con empleados de su misma empresa (lo cual es lo que más sucede) y relacionarse muy poco porque, aunque la relación pretenda ser afectiva, pocos son los que hablan japonés o inglés o español, según sea; o también puede intentar amistar con vecinos, compañeros de algún club o con algún desconocido que en la calle los detienen para querer practicar su nivel de japonés, pero sucede el gran detalle: siempre queda la incertidumbre de si es posible confiar. Desconocidos, a fin de cuentas. 

De árboles y semillas que se secan. Mientras una mujer ve caer los pétalos de las jacarandas e, imaginativa, observa a una persona asiática dividirse entre sus orígenes y la ciudad donde vive, un hombre toma de la mano a un niño también asiático para cruzar una calle. Es la primera vez que lo hace luego de ya casi 3 años de convivir con él. La relación siempre había sido un tanto formal y distanciada, el hombre instruía al niño sobre como conjugar en español: yo, tú, él o ella. Son los últimos días de estar con él, por eso a la madre del niño ya no le importan las clases de español y da permiso para que el hombre y el niño puedan caminar dentro del residencial. El niño juega a arrojar piedras a un lago cercano al lugar y el hombre lo ve, piensa en que la infancia es un estado universal y que cualquier lago, piedra y niño de cualquier lugar en el mundo tendrán la misma interacción. Como suele hacer el hombre, practica las despedidas con tiempo para que no lo tomen desprevenido. El niño le platica de las cosas que hará en Tokyo, lo intuye un poco: la multitud le hará perder un poco de su identidad, se disolverá. El hombre le comenta que verá más los cerezos porque ahora estará en Japón en todas las estaciones y no sólo en primavera o verano. El niño asiente, además agrega un dato: aquí los cerezos no florecen, su familia intentó cultivar semillas pero murieron; a decir de sus papás, los botones de los cerezos necesitan de un frío extremo antes de entrar al calor para poder abrir flores. EL hombre lo recordará. Ahora el hombre está sentado frente a su escritorio, escribe lo poco que siente de despedirse de un amigo así como el niño. Mientras lo hace, mira a su pequeño árbol que deja junto a la ventana, está más amarillo de lo común, sus hojas caen secas, moribundas. 


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