Metieron a Jairo a la cárcel, nos textea mi mamá en el grupo familiar y un dolor me hunde el ombligo hasta la espalda. Mi padre pregunta quién es él y le aclaran: el que jugaba con Omar cuando vivíamos en el Morelos, que estaba malito de la cabeza, loquito pues.
Su padre encendió el motor del camión para calentarlo y se metió por café. Yo sí lo puedo imaginar: Jairo en una maquinaria pesada que no entiende cómo funciona, desplazó las ruedas un par de metros y abrió a otro niño por la mitad, desde el estómago, igual que las granadas cuando se agrietan de maduras o como el carmesí de algunas tunas cuando florecen.
Pidan por él, sugiere mi mamá, se lo llevaron al C4, lo van a tratar como adulto; está en crisis, dice Juana que le tocó ver, dice que grita de desesperación, que se rasguña y muerde los labios hasta hacerse hoyos en la carne.
Dios mío, no: yo no lo quiero recordar así entre los alaridos de la condición humana, cierro los ojos:
Aunque sé que está mal, tocamos la puerta de don Sergio allá en el Morelos y corremos hasta escondernos, pensamos que no puede ser tan malo, reímos juntos como hermanos. La luz en su cara.