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17 de enero de 2018

Uno: de la ludopatía aún no controlada



En algún rincón del mundo. En algún fragmento del tiempo (pendiente de acontecer o ya sucedido), Mónica cierra los ojos con fuerza y se lleva la palma a la nariz en un movimiento semirápido, cuasiveloz. Plaz! Cachetada al rostro. 

Y es que su padre hace una vez más de las suyas y esta vez no hay quien lo pare:  Se ha metido a la fuerza a jugar con los menores el juego de mesa históricamente peligroso para la dinastía Tiscareño. Billetes aquí, casitas de plástico allá; dados caen y ruedan con el mismo recorrido abrupto de la imprudencia del padre. 

Pero Mónica sabe que tiene la culpa, como si no supiera de la carcajada bárbara que le estalla al padre cuando los números le coinciden, o del aullido gutural que emite cuando no. Mira que proponer ese juego con visitas en la casa, por qué? Por qué!

Y eso es precisamente lo que está provocando que Mónica se reparta palmas a la nariz: dos seises le hicieron al padre caer de espaldas; dos treses le derramaron la bebida a la compañera; y un par de cuatros le dirigieron un codazo a la cara del jugador vecino, al chico guapo, al que Mónica ama en secreto. 

-papá! -grita Mónica, mientras el chico (la verdad es que ni tan guapo) se pega la nuca al cuello para detener la hemorragia en la nariz. 
-perdóname, hija, no quise apenarte delante de tus amigos... menos delante del que te gusta
-papá!!!!!