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13 de febrero de 2012

La ida (Edgar)

I
El aire me quema por dentro, Edgar, la tristeza se me estira hasta la vientre y me arde, la siento tan hueca. Mis sueños de verte crecer se me ahogan en la garganta y mi ser es un reducto de carne vacía.

Se me van despacio las ganas de vivir; mi sonrisa se tuerce y mi alma se deshilvana, es peor que llorar. Edgar, ahora podrías deconstruir lo que pienso, porque puedes, pero no vas encontrar nada, quizá sólo la suspención de mi gracia. Es la maldita miseria de tu muerte.

II

Puedo decir lo que sucedió porque ya no me duele decirlo. Éramos tan jóvenes y tan profundamente solitarios. Estábamos ahí sólo Pablo y yo, supuestamente normales. Edgar arriba, atípicamente callado. Pablo subió al baño y lo encontró caído. Gritó -el aleteo de avizpa en su pecho-, yo preparé el protocolo común de una convulsión. Marqué a mamá.

Ya había muerto, pero todavía no lo entendíamos -éramos tan jóvenes-. No supe qué hacer, empujé su pecho con mis manos juntas -con las que oraba-, golpeé su rostro con mi palma -con la que me persignaba-; lo besé en los labios e intenté llenarlos de aire, aire puro que se llevaron los rezos que ya no volveré a decir. Sí, besé a mi hermano en los labios porque pensé que lo llenaría de vida. Tal vez fui el primero en darme cuenta que ya había muerto, comencé a llorar en silencio. Pablo salió de casa a buscar ayuda -porque estábamos tan profundamente solos-.



Llegaron Pablo y Ayuda, cuando subieron encontraron dos cuerpos, uno muerto y otro que apenas yacía. "Responde, muchacho, responde" le decía Ayuda. Él estaba más espantado que nosotros porque Pablo nos uniría por mucho tiempo, pero nadie le preguntó si quería.

-Responde, hermano, responde...

III

Nadie le hablaba antes de lo ocurrido, ni siquiera sabíamos su nombre. Tenía su patio enmallado con púas en las cimas. Los niños, que eran sus vecinos, le tenían miedo. Cuando su pelota caía dentro del enmallado preferían dejarla.

Dicen que el mayor salió llorando y que grito "¡ayuda!", su voz penetró el enmallado, las púas, su puerta -incluida la de su cuerpo-. Llego rápido la Cruz Roja, hubo multitud y pasaron todas esas cosas que uno no se da cuenta que ocurren cuando mueren familiares.

En realidad él también se sentía solo y sentía mucho miedo de salir, necesitaba que alguién le diera ese pequeño empujoncito para que saliera de casa. Mientras el muchacho moría, el viejo volvía a nacer.

IV

Quiero aprender a entender las cosas que no sé de la vida,
descubrir el espacio oculto, llorar sin tener tristeza.

Quiero acompañarte allá donde se forma el olvido -construido estratégicamente como tu recámara-, quiero llevarte de la mano y dejarte así tendido -la eterna convulsión, el espasmo y el miedo-.
(Llegó con el tiempo acumulado y le destruyó su cerebro, su cuerpo dejó de funcionar)

Estás ahí, Edgar, para nombrar las cosas desde arriba; déjame crecer y cuidar de tus hermanos, y deja que ellos crezcan también

-Omar Tiscareño-