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16 de diciembre de 2012

La ida

Cuando aquello sucedió no supe si en realidad había muerto o si sólo era una broma pesada de su parte. Tenía miedo de preguntárselo a mamá pues siempre lloraba. Yo, por mi parte, vivía en la desavenencia. Colocaba las cartas, hacía mi jugada y esperaba a que él correspondiera, pero le apenaba jugar conmigo; llegaba temprano a casa pues no fuera que él llegara más temprano y se comiera mi pan, pero creo que él ya había perdido para siempre el apetito.

Un día lo sorprendí a un lado de mamá mientras ella dormía. Contemplaba la parsimonia de su sueño, el ritmo armónico de su respiración.

A la mañana siguiente me despertó el barullo de la casa. Edgar había despertado de su coma, a mí nunca me sorprendió la noticia.

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