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4 de marzo de 2012

Antípodas

¿Y si ya no regresa?

Imaginé que como ella es fuego y como en mis labios quedaron boceras de cenizas, entonces ella es una llamarada que se consume y resucita, no agotada sino auto-fulminada, como un terrible quemafuegos.

Esa palabra me gusta para ella: quemafuego.

Y yo que había jurado ahogarme entre su flama este día. Sí, ahogarme, porque era un fuego líquido -tantísimo erotismo-. Soñaba que me ahogaba en su saliva, que era tibia, y que su lengua entumecía mi boca con su lengua pez de hielo. Era una lluvia de besos, una mojalluvia.

Ella era magia, materia clara, una vez hizo que lloviera para arriba e inundó ese vacío que esa allá donde no se pisa. A veces me soplaba en las heridas, así me curó de los miedos. Olía a menta mascada, a semillas de limón chupado, o a caramelo quemado cuando no lavaba su boca. Su respiración en mi oído son corrientes de aire fresco, secretos que me hacen cosquillas, agua helada que toca mi espalda haciéndome propagar el granizo por mi cuerpo.

También le sopla a las piedras como tratando de animarlas. Un día encontramos una que ella creyó fruta disfrazada, la quiso masticar; rompió su muela cual roseta de maíz. Desde ese día entendimos que las piedras son peligrosas y que no se les debe de incitar la gracia. Por eso ahora, cuando jugamos a herirnos en el sexo, ya no roe mi pecho (piedra blanda) ni yo sus ojos (canicas de topacio).

Antier se fue. Le gusta ir al mar a hundirse hasta muy lejos, hervir el agua; soplarle al sol y refrescarlo, hacer que llueva agua de eucalipto; le gusta, sobre todo, despejarse de mí porque para mí ella es toda vanagloria. Voy siguiendo en mis impulsos un íntimo secreto, que ella conoce bien, es que no puedo tolerar que salga un fin de semana sin mí.