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26 de marzo de 2012

Bajo control

I

Cuando terminé mi trabajo, presioné con gran ímpetu la tecla enter. Escuché entonces un chillido muy agudo, casi sofocado pero perceptible, duró un segundo o poco más. Creí que había averiado algún componente de mi computadora portátil, o que ya era hora de descansar, pronto amanecería. Siempre me dejo llevar por las cosas, mi investigación me atrapó y tenía que terminar.

Para guardar, quise presionar las teclas Ctrl+G pero algo falló, pareció que Ctrl no era pulsable. Ya me había pasado hace mucho: una vez cayeron trozos de cacahuates que impedían la barra espaciadora, en otra ocasión aserrín y así muchas veces distintas cosas, nunca procuré limpiar, sólo presionaba más fuerte hasta hacerlas funcionar. Fui por un mondadientes y comencé a jurungar el teclado. Detecté, al parecer, sangre cuando saqué la punta, sangre color bermellón, como un rojo amarillento.

Pensé que el mondadientes ya había sido utilizado, sentí un poco de asco. Fui por otro y repetí el acto. Al sacar el nuevo mondadientes, del cual me había asegurado estaba limpio, encontré plastas de una macilla extraña, como la que se urga a veces entre los dientes. Tuve, nuevamente, la impresión de que  en realidad era sangre cuajada que se podría de una extraña manera.

Rasqué por todos los estrechos de las teclas y en diversos lados encontraba macilla de diferentes colores. También la había verde, la asocié con lagaña o con moco; café, que me remitió a costras arrancadas; beige, que parecían pequeños pellejos jalados, entre otros más.

Dejé de rascar, mi estomago se contraía, todo me provoca una sensación intensa. Presioné nuevamente Ctrl y escuché una vez más ese chillido agudo. Me sorprendí un poco. Volví a hacerlo pero ya no escuché nada. Soporte la nausea, que era poca, e intenté jurungar debajo de esa tecla cuando de pronto algo, no sé qué, empujó el mondadientes y se escondió en otra tecla, creo que en la Z.

Me exalté, estaba seguro de haber visto algo anómalo. Corrí con prisa por una lupa, ya sabía donde estaba así que no tarde en lo absoluto. Acerqué mi lampara de estudio hacia el teclado, con la mano izquierda buscaba por entre los estrechos con la lupa y con la otra rascaba (procuraba que mi sombra no estorbara).

Era obvio que ya no estaría en la Z, así que empecé por la P pensando que se extremaría. Recordé que en esta zona había rascado la macilla beige, cuando empecé a escudriñar con más cautela, me di cuenta de que eran diminutas partículas de polvo, parecía una pequeña duna, una playa calcinada por el sol artificial de mi monitor. Descubrí pequeñas huellas recién marcadas, las perseguí, se perdían por la O pero las encontraba después por entre la I y la K, señalaban hacia la J y de allí ya no había huellas.

Presioné esa tecla con un poco de miedo pero con algo de fuerza, escuché ese sonido, como si pisara a una rata, y aquella cosa corrió, yo sólo la perseguí con la lupa un buen rato, lo suficiente para tenerle una descripción: tenía diminutas escamas como si fuesen formadas por la mugre; tenía muy pocos pelos, cortos y chamuscados; ¿pies? a lo mejor seis, no sé bien, todos tenían ampollas; tenía bastantes trocitos de, creo yo, sal brillante, quizá eran sus ojos.

Así fue, pues, que la iba correteando. Se estacionaba debajo de una tecla y yo la presionaba con fuerza para espavilarla, había momentos en que no salía y tenía que insistir pulsando de nuevo, en cada apretón el sonido chirriante que comenzaba a excitarme. Sentía que era como un Dios, uno verdadero y castigador, sentía que su chillido eran súplicas que yo ignoraba, no tenían importancia, él había provocado mi enfado, porque me asustó, nunca procuró tener un contacto amigable, sólo se escondía y me lanzaba ese maldito chillido.

Corría a través de este laberinto interminable. Debo admitir que tenía un poco de inteligencia -quizá era un lector ideal de todo lo que escribía, tal vez reconocía cada pulsación y se entretenía leyendo-: corría hacia la izquierda tratando de resolver la salida, seguido llegaba a Ctrl y de allí chillaba con aún más tristeza de no liberarse; recordé al minotauro, a su llanto.

Me detuve, observé todo lo que había rascado. Las pequeñas dunas habían perdido ese peculiar encanto que sólo podía revelarse con la lupa. Dejé de atormentarla un poco para observar detenidamente su tan limitada ciudad debajo de mi teclado. La zona verde profundo era en realidad una minúscula selva formada de musgo seco y cabellos que simulaban ser lianas; la café, eran pedruscos de galleta y cutículas amontonadas, era la zona más alta y rocosa -míticas montañas sagradas-. Así fui poco a poco maravillándome de tan característicos paisajes ahora destruidos por mi saña. Sentí un poco de pena, casi tristeza.

Mientras me afligía, me concentré en determinar qué paisaje sería aquel que circundaba la tecla Ctrl, la rojiza. No encontraba nada sorprendente, solo macilla más fina del mismo color. Rasqué hasta muy abajo de la tecla hasta jalar un pequeño montón de piedra. Enfoque más la lupa hasta encajar una terrible imagen en mi pecho, era una fracción de esqueleto aberrante parecido al de aquél en vida -la monstruosidad nunca tiene tamaño-.

Ya exaltado, busqué de nuevo aquella criatura. Presionaba con casi toda la palma el teclado y muy pronto se avivó la inusual figura. Esta vez arremetí a matar con los dedos índices. Esta extraña cosa se había hecho de energía insólita y escapaba como gacela sorprendida.

Llegó, como era de esperarse, a la tecla Ctrl. Esta vez le daría una salida: la muerte. Di un puñetazo tan insensato a esta parte de mi computadora, que la tecla se desprendió y la perdí de vista, se apagó todo el equipo. En su hueco, estaba aquel insecto infernal muriendo, rompí todos sus huesos como si fuese una cucaracha que crujía en mis manos, como una hoja seca o una galleta salada.

II

Entregué mi trabajo. No sé cuándo lo guardé, pero estaba en mi memoria, lo imprimí en la escuela. Sus signos, perfectamente bien escritos, sin caracteres de más, no delataron ninguna extrañeza.

Regalé mi computadora a un amigo, dice que no está tan sucia y que funciona perfectamente bien. Le creo, y me arrepiento de lo que hice.

-Omar Tiscareño-